Hay quien se pregunta si merece
el esfuerzo cuidar de un ser perruno. Dedicarle unos minutos, como mucho unas
horas al día, a cambio de que ellos te dediquen su vida entera.
Chusta también se ha ido, muy
viejita, arrastrando sus patitas, al jardín de Ratulí. Marchó el 11 de
diciembre del año pasado y hasta hoy no he tenido el rato que ella se merecía
para escribir. Sé que no ha sufrido, no en mi casa. Quizás antes de llegar a
vivir con nosotros sí. Seguramente, sí.
Es extraño que la quisiera tanto con
todo lo que me hizo trabajar de más. Porque era una meona. Y... una cagona.
Es extraño que agradeciera su compañía.
Porque tendía a ser esquiva. Porque no estaba cómoda en mi regazo. Porque no le
gustaban los niños. Porque gruñía también a Ratulí, al bueno de Ratu. Porque a
veces se iba, no sabía volver y tocaba salir, en pijama o de cualquier manera,
a buscarla. Paciencia infinita con Chustita.
Pocos han llegado a entender
nuestro amor por Chusta. Hasta nosotros mismos hacíamos bromas al respecto y
nos reíamos.
Pero Chusta era mi protegida
y así se lo transmití, con el buen
talante diario ante la fregona, a toda mi familia. Así crecieron mis hijas, desde
bebés, con esa convicción: Chusta era un miembro más en casa, con sus alegrías
y sus traumas y la cuidaríamos siempre. Como habíamos cuidamos a, el perro más que ejemplar, Ratu. Y así fue.
Antes de que muriera Chusta,
apareció Goku en nuestras vidas. Un cruce de caminos entre un humano muy capacitado
de amar y un cuatro-patas necesitando urgentemente un hogar.
Se ha quedado, entre otras cosas,
porque él mismo lo ha querido. Sé que ya no se quiere marchar.
De alguna manera, nos tendremos que terminar creyendo merecedores de tanta lindeza.
De alguna manera, nos tendremos que terminar creyendo merecedores de tanta lindeza.
Sólo con verle se me alegra la
mirada. Al llegar a casa, al despedirme, al verle ahí, mirándonos con esa
atención desde sus ojos de miel camuflados en su cara de canela.
Se ha quedado a compartir su continua
alegría y sus constantes ganas de jugar. Siempre alerta a cualquier palabra o movimiento de
las chicas para poder enredar con ellas hasta el infinito y, si nos despistamos,
más allá.
Bonitos brazos pinteados. Cruzados, tan chulo, cuando se tumba. Siempre demasiado cerca de nuestros pies.
- !Te vamos a pisar! ¡Nos vas a
hacer caer! ¡Loco!-
Lindas sus pisadas. Seguras y
decididas cuando sale a pasear.
- Goku, rey, a veces me pregunto desde
dónde has venido, como un torbellino, con esa innegable capacidad de llenar un
lugar.-
Siempre me ha sido fácil entender
las ventajas de convivir con ellos, creo que va en mis genes. Consiguen convencerme
de que existe la belleza pura ausente de vanidad, la perfección en lo simple, la calma en la
complicidad casi perfecta. Se mantienen ahí, incombustibles, para recibirte con
la mejor de sus sonrisas. Siempre.
Sólo por eso, y poco más, merece la pena haber fregado los pises de Chusta, haber tirado mil veces las piedras que traía Ratulí y dejarle un
hueco en el sofá a Goku.
Gracias Papá, por ser un amante convencido
de la naturaleza en todas sus formas y contagiarme con tu forma de mirarla.
Gracias Mamá, por tu infinita
paciencia y tu apoyo incondicional. Imprescindibles para que hayamos podido
disfrutar de tantos otros seres perrunos cuando compartíamos el hogar.
Gracias Jordi por parecerte, a veces, sólo a veces, tanto a mí.
Gracias chicas, por saber compartir, desde antes de nacer, vuestro espacio y tiempo con Chusta y Ratulí. Han sido perros mucho más felices con vuestra compañía.
Gracias Juli, por haber sabido querer a Chusta tanto como nosotros. Por haberla acompañado con cariño sincero hasta el final. Por haberle cantado esa canción tan bonita a Goku cuando él la echaba de menos.
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