Hace poco, alguien de mucha
confianza le propinó, en mi presencia, una cariñosa-palmada-en-la-nuca-con-la-mano-abierta
a la más pacífica de mis hijas, que ya tiene ocho años.
Ella, totalmente desacostumbrada
a este tipo de gestos, puso un careto de total desconcierto, se quedó
bloqueada, sin saber como actuar. Me miró como pidiéndome una salida, una explicación.
Eso se llama recibir una colleja,
Julia.
Intenté inmutarme lo menos.
Lo mejor que puedes hacer para la
próxima es darte la vuelta y devolver, como poco y con mucho acierto, un
bofetón. Y como mucho, y con más tino todavía, una certera patada en la
entrepierna.
Quien me escuchó, alucinó.
Y me
reprimió diciéndome que esos consejos no eran propios de mí.
Es verdad.
Nunca se me había ocurrido antes decirles
a mis hijas que solucionen la violencia con más violencia.
Pero por lo menos a
Julia, ante lo insólito de la situación, le dio la risa y salió del paso.
Y es que, lo siento, pero es un
gesto que aborrezco tanto… que, en todos los años que tengo, todavía no he
llegado a la conclusión de qué me hincha más las narices:
Si la colleja que,
por su propia naturaleza, suele provenir de alguien de confianza.
O que,
precisamente algún ser que casi no conozca, aprovechando mi justa estatura, me
pase el brazo por los hombros como si tal cosa, para demostrarme una simpatía
que normalmente no es correspondida.
Ambos ademanes me dejan tan
noqueada como se quedó Julia el otro
día.
Y como los considero dos aspavientos
totalmente prescindibles, sólo pido que, por favor, a quien tuviera la
tentación de usarlos:
En vez de una colleja, como se supone que existe la
confianza, dé un abrazo.
Y el que no intime lo suficiente, en vez de apoyar su
brazo en un hombro desconocido, considere como suficiente dedicar una sonrisa.
A riesgo, sino, de que alguien se quede con las reprimidas ganas de atizarle la
patada en los mismísimos cojones.