Caro me ha pasado esta recogida de firmas y me he encontrado con un escrito que me ha parecido realmente bueno, resumen redactado para todos los públicos, que merece se leído, aprovecho para divulgar.
No dejéis de leerlo y firmar:
http://www.peticionpublica.es/?pi=madrelac
Gracias.
Por y para mis amigos, para los que me quisieron, para los que me quieren y para los que algún día puede que me lleguen a querer.
Para bien o para mal, por distintas circunstancias, en esta vida me ha tocado algún que otro peregrinar. Ello ha conllevado el tener que despedir, recibir, conocer gente... algunas de estas personas me han concedido el privilegio de considerarse mis amigos... y muchos, aún hoy, siguen siéndolo.
Gracias por estar ahí.
Gracias por estar ahí.
sábado, 23 de octubre de 2010
martes, 19 de octubre de 2010
Padres en la guardería.
Hace ya unos días, pero no he tenido el rato de comentarlo, tuvo lugar la primera reunión de padres sobre el nuevo curso en la guardería. Luisa ya es veterana, ella entró el curso pasado cuando tenía nueve meses. Pero en la reunión estábamos mezclados padres (digo… madres) de los tres cursos, y estaban, claro, madres que tenían justo en esos días a sus bebés en el periodo de adaptación.
Tuve que escuchar (de nuevo) todos los “beneficios” de la escolarización temprana, que no voy a repetir porque ya los conocéis (y, además, no comparto la opinión), ya no replico (y menos en público, que me da mucha vergüenza), cada cual llevará a su hijo a la guardería por su propia necesidad y además entiendo que el personal del centro quiera “vender” lo mejor posible su “producto”.
No quiero, ni de lejos, insinuar que yo piense que no realizan bien y correctamente su trabajo, porque es todo lo contrario, las considero grandes profesionales que cumplen con pulcritud e ilusión sus tareas e incluso, desinteresadamente, han tenido que socorrerme en una de mis alejandradas más sonadas (que ya os contaré).
Lo que pasa es que el ritmo, las formas y las normas allí son un tanto de cuartelillo (como dice mi madre, ella hay cosas que nunca entenderá porque ella es todo amor), los padres de los niños matriculados sólo somos invitados a participar en actos muy puntuales y programados. No nos dejan compartir, por ejemplo, el periodo de adaptación con los pequeños que estrenan su estancia en el centro.
Por eso mismo, en esta primera reunión, explicaron que la adaptación de los nuevos, este año, estaba resultando muy exitosa, con muy pocos llantos, alguno si, claro, es “normal”, pero también consideraron que “es sano que lloren un poquito”, bueeeeno…seguimos sin objetar, a ver …tampoco era el momento ni el lugar.
Cuando realmente me quedé boca fue cuando, cariñosamente, preguntaron a los allí reunidos -“¿Y los papis? ¿Cómo llevan el periodo de adaptación los papis?”-
Supongo que cualquiera, como yo hice, hubiera interpretado entre líneas: “Ya sabemos que estar lejos de vuestros hijos cuando sabéis que ellos están sufriendo, precisamente, por esa separación es duro ¿Qué tal lleváis la espera hasta que os los devolvemos?
Esperé oír un puesmuymal generalizado, casi a coro.
Pero en su lugar, precedido de un mínimo espacio de silencio, una madre contestó (no sé si las demás se sintieron identificadas, espero que no): “Pues estupendamente…sin los niños en casa…”
Jope…me dejó de piedra, en que pocas palabras se puede resumir, nuestro propio disgusto, el que involuntariamente inculcamos a nuestros pequeños hijos. Lo mismo sólo fue un desacertado intento de ser graciosa, para romper el hielo. Pero en el fondo… ¡Qué tristeza!
Tuve que escuchar (de nuevo) todos los “beneficios” de la escolarización temprana, que no voy a repetir porque ya los conocéis (y, además, no comparto la opinión), ya no replico (y menos en público, que me da mucha vergüenza), cada cual llevará a su hijo a la guardería por su propia necesidad y además entiendo que el personal del centro quiera “vender” lo mejor posible su “producto”.
No quiero, ni de lejos, insinuar que yo piense que no realizan bien y correctamente su trabajo, porque es todo lo contrario, las considero grandes profesionales que cumplen con pulcritud e ilusión sus tareas e incluso, desinteresadamente, han tenido que socorrerme en una de mis alejandradas más sonadas (que ya os contaré).
Lo que pasa es que el ritmo, las formas y las normas allí son un tanto de cuartelillo (como dice mi madre, ella hay cosas que nunca entenderá porque ella es todo amor), los padres de los niños matriculados sólo somos invitados a participar en actos muy puntuales y programados. No nos dejan compartir, por ejemplo, el periodo de adaptación con los pequeños que estrenan su estancia en el centro.
Por eso mismo, en esta primera reunión, explicaron que la adaptación de los nuevos, este año, estaba resultando muy exitosa, con muy pocos llantos, alguno si, claro, es “normal”, pero también consideraron que “es sano que lloren un poquito”, bueeeeno…seguimos sin objetar, a ver …tampoco era el momento ni el lugar.
Cuando realmente me quedé boca fue cuando, cariñosamente, preguntaron a los allí reunidos -“¿Y los papis? ¿Cómo llevan el periodo de adaptación los papis?”-
Supongo que cualquiera, como yo hice, hubiera interpretado entre líneas: “Ya sabemos que estar lejos de vuestros hijos cuando sabéis que ellos están sufriendo, precisamente, por esa separación es duro ¿Qué tal lleváis la espera hasta que os los devolvemos?
Esperé oír un puesmuymal generalizado, casi a coro.
Pero en su lugar, precedido de un mínimo espacio de silencio, una madre contestó (no sé si las demás se sintieron identificadas, espero que no): “Pues estupendamente…sin los niños en casa…”
Jope…me dejó de piedra, en que pocas palabras se puede resumir, nuestro propio disgusto, el que involuntariamente inculcamos a nuestros pequeños hijos. Lo mismo sólo fue un desacertado intento de ser graciosa, para romper el hielo. Pero en el fondo… ¡Qué tristeza!
sábado, 16 de octubre de 2010
CON LA MIRADA DE UN NIÑO.
Traigo un artículo desde el blog de Ana (http://creciendocondavid.blogspot.com) porque, aunque está escrito pensando sobre todo en niños de la primera infancia, al leerlo no he podido parar de pensar en mi hija mayor, que acaba de cumplir 6 años. Es indudable que le exijo “demasiado”, porque mi paciencia es muy finita, porque ahora sigo más el biorritmo del Coco-Rayo y Julia va más a remolque. Como mejor puede, inmersa en sus fantasías, ella misma me lo aclaró el jueves: Metidas las dos en la bañera, le expliqué a Julia que no les lavaría la cabeza a ninguna, que íbamos mal de tiempo, ella quiso “lavar” su camiseta interior (que me lo pide muchas veces, tan inofensivo pero “salpicante” entretenimiento le hace mucha ilusión y esa noche accedí). Estaba sacando a la Peque primero (como hago siempre), cuando Julia le plantó por sombrero la camiseta chorreante y llena de jabón y la Enana, para colmo, se emociona, carcajea y deja caer la cabeza en el agua y se empapa todo en flequillo… pues nada a lavarle el pelo… y se apoderó de mí la mala leche… y acabé con discursito y cara de ajo.
– Perdona Mamá, es que me gusta mucho jugar y a veces no me doy cuenta y me equivoco…- me contestó realmente compungida.
Menos mal que no me importa reconocer lo mío también.
– Ya lo sé, Cariño – le hablé por fin más dulcemente, mientras le daba el abrazo que más necesitaba yo que ella.
Seguí -Perdóname tú, ya no te regañaré tanto cuando las cosas no sean tan importantes-
Pero es que ahora todo me supone mucho esfuerzo, porque las dos me demandan su tiempo (y siempre intento concedérselo), porque la entropía puede conmigo y domina mi casa y mi vida (y a veces, aunque me es muy familiar la puñetera, me llega a incomodar), porque tengo mil cosas en la cabeza, porque quisiera poder leer y escribir todos los días y tampoco puedo, porque tardamos mil horas en hacer los dichosos deberes y me falta tiempo para jugar , para pasear con Chusta y Ratu, para cocinar, para atender a los amigos como me gustaría…
Admiro mucho a esas personas que sacan tiempo de no sé donde, que se saben “organizar” mejor. Debería dejar de luchar contra mí misma (aceptarme y verme lo positivo) y sobre todo dejar de luchar “contra” mi niña, que todavía es pequeña y además es un sol. Que me pongo en su pellejo y noto muy pocas diferencias con su forma de pensar y la mía a su edad (con sus dicotomías, sus miedos, sus indecisiones, sus amistades, sus pocas ganas de cole, su querer a los animales…sólo que, como ya dije, nunca fui “destronada” y en el caso de “encajar” una hermana menor, soy personalmente inexperta). No soy distinta a ella, y ella no es distinta a mí, cada día, varias veces, me sorprende, parece que es capaz de ver lo que tengo en la cabeza y se adelanta a sacarlo, a decirlo con sus propias palabras que, sorprendentemente, se diferencian poco de las que yo misma emplearía.
Y la verdad, la cuestión expresada en este artículo no es nueva para mí, la verdad es que es algo que siempre intento aplicar (ponerme en su lugar, recordar (en lo que puedo) mi propia infancia, respetar al prójimo) y, aún siendo, como dice Ana, un poco largo, resulta un resumen muy bueno de mi pensar y espero que me ayude a retomar el buen camino. Que cuando son bebés me resulta fácil… van creciendo y les vamos exigiendo cada vez más, sin darnos cuenta de que lo que necesitan es más amor y comprensión que nunca.
Me lo voy a aplicar, me lo voy a auto imponer, cultivaré mi paciencia… que tú con terminar tus fichas ya tienes bastante trabajo como para tener, también, que aguantar el agotamiento de mamá.
Y si os parece que ya habéis leído demasiado… aquí tenéis para otro ratillo. Leerlo con atención, tiene frases muy buenas para meditar. Gracias Ana, por compartir.
Artículo de Yolanda Gonzalez publicado en la revista Mente Sana.
CON LA MIRADA DE UN NIÑO. EDUCAR DESDE EL CORAZÓN.
"Mirar a un bebé suele despertar en el adulto sentimientos de ternura y protección. Contemplar cómo ríen y se mueven los pequeños es un espectáculo único que muestra las ricas potencialidades que encierran desde el primer despertar a la vida. La infancia es el mayor tesoro que posee la humanidad. Y, sin embargo, la interacción del adulto con cada niño puede favorecer o interferir en su desarrollo óptimo y saludable en función de muchos factores interdependientes.
Como sabemos, a lo largo de la historia han ido variando los modelos educativos y la forma de interacción con la primera infancia. Desde los más estrictos modelos autoritarios hasta los más permisivos, hay un gran abanico de variedades educativas que coexisten en nuestra sociedad actual. Pero más allá de las modas y los manuales educativos, necesitamos tener criterios coherentes y saludables para interaccionar con la primera infancia.
Necesitamos crear un puente de conexión entre el mundo adulto y el infantil que supere la visión tradicional del modelo adulto "yo sé, tú no sabes" y sustituirlo por el sano e infrecuente ejercicio de la empatía. Necesitamos observar y sentir a los más pequeños, sin prejuicios educativos, cambiando nuestra mirada para crear vínculos seguros y saludables. Efectivamente, el factor esencial durante la crianza y la educación es nuestra mirada, es decir, cómo interactuamos y el lugar desde el que nos relacionamos con ellos. Metafóricamente, podríamos mencionar dos tipos de mirada: la vertical y la horizontal.
En la mirada vertical, la más habitual, el adulto dirige desde arriba los pasos evolutivos del niño. Se considera que hay que "enseñar" al pequeño porque "no sabe". No solo se le enseñan normas sociales, también las funciones naturales como "dormir solos y de un tirón" (aunque reclamen a llantos a mamá), "comer de todo" (aunque no estén preparados), compartir (sin haber llegado a la etapa de la socialización)...Este hábito de "enseñar" todo-incluso las funciones naturales que están sujetas a procesos de autorregulación desvela el desconocimiento habitual de los ritmos madurativos y la desconfianza en su capacidad de autorregulación.
La mirada horizontal, por su parte, aborda la infancia desde la empatía y el respeto por su proceso madurativo. El adulto se coloca a la altura del niño, acompañándole en su camino, con "ojos de niño", como señala tan gráficamente Franceso Tonucci, psicopedagogo y dibujante italiano. Mirar con ojos de niño significa comprender y sentir junto al niño; en términos de la teoría del apego, significa dar una respuesta empática y sensitiva, además de adecuada e inmediata, a las demandas emocionales del pequeño.
Hasta los tres años, los pequeños no entienden las explicaciones racionales. Solo esperan nuestra respuesta sensible a sus demandas para sentir que la vida es segura y merece la pena vivirla en nuestro regazo. Conocer su proceso evolutivo emocional,es decir, sus necesidades vitales y emocionales, es la clave esencial para acompañarles desde el respeto, la paciencia, la presencia emocional que requieren en los primeros seis años de vida, etapa en que se constituye el carácter y el vínculo seguro. Muchos sinsabores de la crianza y la educación son debidos al desconocimiento de cuándo, qué y cómo se puede pedir o esperar de un niño pequeño. No podemos esperar lo mismo de un pequeño de dos años que de otro de seis.
Las necesidades adultas y las infantiles son antagónicas por simple evolución madurativa. Ellos son pequeños e inmaduros; nosotros, adultos y supuestamente maduros. Ellos necesitan depender para crecer; nosotros, que crezcan rápido para que se independicen. Ellos necesitan de mamá o papá por la noche para sentirse seguros; nosotros, que duerman solos. Ellos necesitan jugar sin cesar como forma de aprender a vivir; nosotros, descansar después de trabajar. Y así un largo etcétera que coloca a los protagonistas de la historia en dos posiciones opuestas y, a veces, irreconciliables, salvo si recordamos que para crecer seguros y sanos, los niños necesitan satisfacer sus necesidades emocionales: que atendamos su llanto, que les ofrezcamos contacto corporal y que respetemos su ritmo madurativo. El pediatra y psicoanalista inglés Donald Woods Winnicott decía: "La fuerza o debilidad del yo del niño/a está en función de la capacidad del cuidador para responder adecuadamente a la absoluta dependencia del bebé en las primeras fases de la vida".
Si queremos hijos saludables, con vínculo seguro, en la primera infancia se encuentra la clave. Por tanto, somos los adultos los que podemos adecuarnos y amoldarnos a estas necesidades prioritarias de los primeros años -aunque implique algunas renuncias-, en lugar de tratar de adaptar a los pequeños a nuestro mundo adulto, con el consiguiente estrés y malestar para la primera infancia. Podemos superar la realidad de dos mundos opuestos estableciendo un puente de conexión a través de la empatía, de "sentir-con" ese pequeño que reclama nuestra atención y no entiende nuestras razones. Ellos son los pequeños; nosotros, los mayores.
Las emociones infantiles y las nuestras no son idénticas en cuanto a intensidad y capacidad de asimilación. Los menos de tres años sienten intensamente y no pueden relativizar sus emociones. El intelecto y la capacidad de racionalización adulta no están presentes en esta etapa temprana del desarrollo en que están inundados de emociones, sin un filtro racional posible. Si mamá se va, por ejemplo, no valen las explicaciones verbales de buena fe como "volverá enseguida". Con menos de tres años, el niño llorará desconsolado, y solo parará por agotamiento o ante el regreso materno. No se trata de ningún déficit ni de que deban "aprender" algo para superarlo, simplemente necesitan tiempo de maduración para sentir y saber que si su figura de apego parte, volverá.
Es crucial comprender que las necesidades emocionales infantiles-de atención, afecto y presencia de la figura de apego-son legítimas y no responden a ningún capricho ni malacrianza. Malcriar es, contrariamente a la creencia popular, no responder con empatía a la demanda imperiosa de atención del niño, que, por otra parte, le trasmite la seguridad que necesita para su evolución posterior. Todavía existe el mito de que la infancia es el paraíso de la felicidad que perdemos según crecemos. Si pudiéramos recordar nuestra infancia, quizás aflorarían a nuestra conciencia momentos alegres, pero también otros que no lo son tanto. Seguramente sentimos soledad o incomprensión más veces de las deseadas; puede que experimentásemos el doloroso sentimiento de la humillación cuando nos acusaron injustamente de mentir, o recibimos un castigo doloroso...Recordando nuestra infancia es probable que comprendamos que no siempre fue esa etapa idílica en la que se afirma que los niños son felices porque no tienen obligaciones ni créditos que pagar. Crecer tampoco es fácil. Partir de nuestra experiencia puede ayudarnos a abandonar la mirada vertical y descender hasta la altura del niño, mirando a sus ojos y sus pequeñas manitas, en lugar de interpretar automáticamente cualquier comportamiento suyo sin pararnos a sentir su lógica emocional.
Podemos frenar la tendencia sistemática a interpretar que "no nos obedecen"-con el consiguiente y automático enfado-y detenernos a pensar que, quizás, están inmersos en su juego preferido y necesitan la complicidad paterna o materna para abandonarlo e ir a cenar, por ejemplo. Podemos cuestionarnos la interpretación social que impone reglas externas sobre lo que "debe" hacer un niño sin discriminar edades madurativas o que considera que atender a sus demandas afectivas es malcriar.
En lugar de pensar en términos de "enseñar", tratemos de observar su momento evolutivo y discernir si está preparado para integrar madurativamente un paso más en su desarrollo. Ese paso puede ser la escolarización, el control de esfínteres, el destete o cualquier logro madurativo. Y para ello, necesitamos "sentir-con" ese pequeño y estar formados-informados sobre su proceso evolutivo, y desde el enfoque de la salud, que no siempre coincide con las normas sociales. En lugar de invadirles con nuestros razonamientos lógicos, tratemos de empatizar con su momento emocional, utilizando siempre "su" lenguaje-que no es el nuestro-, que se basa en el juego y la complicidad, y que tiene su sede en la expresión corporal.
Busquemos alternativas creativas que sustituyan al omnipresente "no", que frustra tanto las necesidades afectivas como los caprichos, y provoca las conocidas rabietas. Se pueden lograr los mismos objetivos sin entrar en guerras innecesarias fomentando los acuerdos consensuados a partir de los tres añitos. Es mucho más gratificante y educativo el aprendizaje mutuo del arte de los acuerdos que imponer criterios que se alejan de su comprensión infantil. En lugar de interpretar cualquier comportamiento como desobediencia, tengamos presente que ellos viven bajo el dominio del placer y nosotros bajo el del deber. Lenguajes, nuevamente, antagónicos.
Juguemos para lograr nuestros objetivos, sin imponernos desde el intelecto. Intentemos formar seres humanos razonables y solidarios, en lugar de personas sumisas o rebeldes sin causa. Y, para conseguirlo, cambiemos nuestra mirada a la infancia mediante la empatía y el respeto por ese pequeño ser de hoy, futuro adulto del mañana."
– Perdona Mamá, es que me gusta mucho jugar y a veces no me doy cuenta y me equivoco…- me contestó realmente compungida.
Menos mal que no me importa reconocer lo mío también.
– Ya lo sé, Cariño – le hablé por fin más dulcemente, mientras le daba el abrazo que más necesitaba yo que ella.
Seguí -Perdóname tú, ya no te regañaré tanto cuando las cosas no sean tan importantes-
Pero es que ahora todo me supone mucho esfuerzo, porque las dos me demandan su tiempo (y siempre intento concedérselo), porque la entropía puede conmigo y domina mi casa y mi vida (y a veces, aunque me es muy familiar la puñetera, me llega a incomodar), porque tengo mil cosas en la cabeza, porque quisiera poder leer y escribir todos los días y tampoco puedo, porque tardamos mil horas en hacer los dichosos deberes y me falta tiempo para jugar , para pasear con Chusta y Ratu, para cocinar, para atender a los amigos como me gustaría…
Admiro mucho a esas personas que sacan tiempo de no sé donde, que se saben “organizar” mejor. Debería dejar de luchar contra mí misma (aceptarme y verme lo positivo) y sobre todo dejar de luchar “contra” mi niña, que todavía es pequeña y además es un sol. Que me pongo en su pellejo y noto muy pocas diferencias con su forma de pensar y la mía a su edad (con sus dicotomías, sus miedos, sus indecisiones, sus amistades, sus pocas ganas de cole, su querer a los animales…sólo que, como ya dije, nunca fui “destronada” y en el caso de “encajar” una hermana menor, soy personalmente inexperta). No soy distinta a ella, y ella no es distinta a mí, cada día, varias veces, me sorprende, parece que es capaz de ver lo que tengo en la cabeza y se adelanta a sacarlo, a decirlo con sus propias palabras que, sorprendentemente, se diferencian poco de las que yo misma emplearía.
Y la verdad, la cuestión expresada en este artículo no es nueva para mí, la verdad es que es algo que siempre intento aplicar (ponerme en su lugar, recordar (en lo que puedo) mi propia infancia, respetar al prójimo) y, aún siendo, como dice Ana, un poco largo, resulta un resumen muy bueno de mi pensar y espero que me ayude a retomar el buen camino. Que cuando son bebés me resulta fácil… van creciendo y les vamos exigiendo cada vez más, sin darnos cuenta de que lo que necesitan es más amor y comprensión que nunca.
Me lo voy a aplicar, me lo voy a auto imponer, cultivaré mi paciencia… que tú con terminar tus fichas ya tienes bastante trabajo como para tener, también, que aguantar el agotamiento de mamá.
Y si os parece que ya habéis leído demasiado… aquí tenéis para otro ratillo. Leerlo con atención, tiene frases muy buenas para meditar. Gracias Ana, por compartir.
Artículo de Yolanda Gonzalez publicado en la revista Mente Sana.
CON LA MIRADA DE UN NIÑO. EDUCAR DESDE EL CORAZÓN.
"Mirar a un bebé suele despertar en el adulto sentimientos de ternura y protección. Contemplar cómo ríen y se mueven los pequeños es un espectáculo único que muestra las ricas potencialidades que encierran desde el primer despertar a la vida. La infancia es el mayor tesoro que posee la humanidad. Y, sin embargo, la interacción del adulto con cada niño puede favorecer o interferir en su desarrollo óptimo y saludable en función de muchos factores interdependientes.
Como sabemos, a lo largo de la historia han ido variando los modelos educativos y la forma de interacción con la primera infancia. Desde los más estrictos modelos autoritarios hasta los más permisivos, hay un gran abanico de variedades educativas que coexisten en nuestra sociedad actual. Pero más allá de las modas y los manuales educativos, necesitamos tener criterios coherentes y saludables para interaccionar con la primera infancia.
Necesitamos crear un puente de conexión entre el mundo adulto y el infantil que supere la visión tradicional del modelo adulto "yo sé, tú no sabes" y sustituirlo por el sano e infrecuente ejercicio de la empatía. Necesitamos observar y sentir a los más pequeños, sin prejuicios educativos, cambiando nuestra mirada para crear vínculos seguros y saludables. Efectivamente, el factor esencial durante la crianza y la educación es nuestra mirada, es decir, cómo interactuamos y el lugar desde el que nos relacionamos con ellos. Metafóricamente, podríamos mencionar dos tipos de mirada: la vertical y la horizontal.
En la mirada vertical, la más habitual, el adulto dirige desde arriba los pasos evolutivos del niño. Se considera que hay que "enseñar" al pequeño porque "no sabe". No solo se le enseñan normas sociales, también las funciones naturales como "dormir solos y de un tirón" (aunque reclamen a llantos a mamá), "comer de todo" (aunque no estén preparados), compartir (sin haber llegado a la etapa de la socialización)...Este hábito de "enseñar" todo-incluso las funciones naturales que están sujetas a procesos de autorregulación desvela el desconocimiento habitual de los ritmos madurativos y la desconfianza en su capacidad de autorregulación.
La mirada horizontal, por su parte, aborda la infancia desde la empatía y el respeto por su proceso madurativo. El adulto se coloca a la altura del niño, acompañándole en su camino, con "ojos de niño", como señala tan gráficamente Franceso Tonucci, psicopedagogo y dibujante italiano. Mirar con ojos de niño significa comprender y sentir junto al niño; en términos de la teoría del apego, significa dar una respuesta empática y sensitiva, además de adecuada e inmediata, a las demandas emocionales del pequeño.
Hasta los tres años, los pequeños no entienden las explicaciones racionales. Solo esperan nuestra respuesta sensible a sus demandas para sentir que la vida es segura y merece la pena vivirla en nuestro regazo. Conocer su proceso evolutivo emocional,es decir, sus necesidades vitales y emocionales, es la clave esencial para acompañarles desde el respeto, la paciencia, la presencia emocional que requieren en los primeros seis años de vida, etapa en que se constituye el carácter y el vínculo seguro. Muchos sinsabores de la crianza y la educación son debidos al desconocimiento de cuándo, qué y cómo se puede pedir o esperar de un niño pequeño. No podemos esperar lo mismo de un pequeño de dos años que de otro de seis.
Las necesidades adultas y las infantiles son antagónicas por simple evolución madurativa. Ellos son pequeños e inmaduros; nosotros, adultos y supuestamente maduros. Ellos necesitan depender para crecer; nosotros, que crezcan rápido para que se independicen. Ellos necesitan de mamá o papá por la noche para sentirse seguros; nosotros, que duerman solos. Ellos necesitan jugar sin cesar como forma de aprender a vivir; nosotros, descansar después de trabajar. Y así un largo etcétera que coloca a los protagonistas de la historia en dos posiciones opuestas y, a veces, irreconciliables, salvo si recordamos que para crecer seguros y sanos, los niños necesitan satisfacer sus necesidades emocionales: que atendamos su llanto, que les ofrezcamos contacto corporal y que respetemos su ritmo madurativo. El pediatra y psicoanalista inglés Donald Woods Winnicott decía: "La fuerza o debilidad del yo del niño/a está en función de la capacidad del cuidador para responder adecuadamente a la absoluta dependencia del bebé en las primeras fases de la vida".
Si queremos hijos saludables, con vínculo seguro, en la primera infancia se encuentra la clave. Por tanto, somos los adultos los que podemos adecuarnos y amoldarnos a estas necesidades prioritarias de los primeros años -aunque implique algunas renuncias-, en lugar de tratar de adaptar a los pequeños a nuestro mundo adulto, con el consiguiente estrés y malestar para la primera infancia. Podemos superar la realidad de dos mundos opuestos estableciendo un puente de conexión a través de la empatía, de "sentir-con" ese pequeño que reclama nuestra atención y no entiende nuestras razones. Ellos son los pequeños; nosotros, los mayores.
Las emociones infantiles y las nuestras no son idénticas en cuanto a intensidad y capacidad de asimilación. Los menos de tres años sienten intensamente y no pueden relativizar sus emociones. El intelecto y la capacidad de racionalización adulta no están presentes en esta etapa temprana del desarrollo en que están inundados de emociones, sin un filtro racional posible. Si mamá se va, por ejemplo, no valen las explicaciones verbales de buena fe como "volverá enseguida". Con menos de tres años, el niño llorará desconsolado, y solo parará por agotamiento o ante el regreso materno. No se trata de ningún déficit ni de que deban "aprender" algo para superarlo, simplemente necesitan tiempo de maduración para sentir y saber que si su figura de apego parte, volverá.
Es crucial comprender que las necesidades emocionales infantiles-de atención, afecto y presencia de la figura de apego-son legítimas y no responden a ningún capricho ni malacrianza. Malcriar es, contrariamente a la creencia popular, no responder con empatía a la demanda imperiosa de atención del niño, que, por otra parte, le trasmite la seguridad que necesita para su evolución posterior. Todavía existe el mito de que la infancia es el paraíso de la felicidad que perdemos según crecemos. Si pudiéramos recordar nuestra infancia, quizás aflorarían a nuestra conciencia momentos alegres, pero también otros que no lo son tanto. Seguramente sentimos soledad o incomprensión más veces de las deseadas; puede que experimentásemos el doloroso sentimiento de la humillación cuando nos acusaron injustamente de mentir, o recibimos un castigo doloroso...Recordando nuestra infancia es probable que comprendamos que no siempre fue esa etapa idílica en la que se afirma que los niños son felices porque no tienen obligaciones ni créditos que pagar. Crecer tampoco es fácil. Partir de nuestra experiencia puede ayudarnos a abandonar la mirada vertical y descender hasta la altura del niño, mirando a sus ojos y sus pequeñas manitas, en lugar de interpretar automáticamente cualquier comportamiento suyo sin pararnos a sentir su lógica emocional.
Podemos frenar la tendencia sistemática a interpretar que "no nos obedecen"-con el consiguiente y automático enfado-y detenernos a pensar que, quizás, están inmersos en su juego preferido y necesitan la complicidad paterna o materna para abandonarlo e ir a cenar, por ejemplo. Podemos cuestionarnos la interpretación social que impone reglas externas sobre lo que "debe" hacer un niño sin discriminar edades madurativas o que considera que atender a sus demandas afectivas es malcriar.
En lugar de pensar en términos de "enseñar", tratemos de observar su momento evolutivo y discernir si está preparado para integrar madurativamente un paso más en su desarrollo. Ese paso puede ser la escolarización, el control de esfínteres, el destete o cualquier logro madurativo. Y para ello, necesitamos "sentir-con" ese pequeño y estar formados-informados sobre su proceso evolutivo, y desde el enfoque de la salud, que no siempre coincide con las normas sociales. En lugar de invadirles con nuestros razonamientos lógicos, tratemos de empatizar con su momento emocional, utilizando siempre "su" lenguaje-que no es el nuestro-, que se basa en el juego y la complicidad, y que tiene su sede en la expresión corporal.
Busquemos alternativas creativas que sustituyan al omnipresente "no", que frustra tanto las necesidades afectivas como los caprichos, y provoca las conocidas rabietas. Se pueden lograr los mismos objetivos sin entrar en guerras innecesarias fomentando los acuerdos consensuados a partir de los tres añitos. Es mucho más gratificante y educativo el aprendizaje mutuo del arte de los acuerdos que imponer criterios que se alejan de su comprensión infantil. En lugar de interpretar cualquier comportamiento como desobediencia, tengamos presente que ellos viven bajo el dominio del placer y nosotros bajo el del deber. Lenguajes, nuevamente, antagónicos.
Juguemos para lograr nuestros objetivos, sin imponernos desde el intelecto. Intentemos formar seres humanos razonables y solidarios, en lugar de personas sumisas o rebeldes sin causa. Y, para conseguirlo, cambiemos nuestra mirada a la infancia mediante la empatía y el respeto por ese pequeño ser de hoy, futuro adulto del mañana."
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