Me considero empática. Pues sí.
Observadora, también. Incluso, a veces, recapacito y creo topar con alguna
solución.
El camino más certero y duradero
para iniciar cualquier tipo de cambio, esperemos que a mejor, siempre será la
educación.
Principalmente, deberíamos enseñar
respeto.
Aprender a romper los dichosos
tópicos. Aprender a disfrutar admirando lo diferente.
Aunque, lo más peliagudo es que,
cada vez estamos más lejos de admirar incluso lo más cercano y parecido.
Cada
vez más lejos de comprendernos a
nosotros mismos como seres sociales, empáticos, meditadores y omnívoros.
Se detecta en muchos de nosotros
una profunda incapacidad de estar con uno mismo. ¡Con lo que mola! Nos tenemos miedo.
Saber disfrutar de nuestra propia compañía es saber
también estar con los demás y conectaremos con los detalles que se nos escapan en lo natural. En lo más sencillo.
La soledad deseada, el silencio, no es más que un rato de meditación que llega
a sanar muchas heridas. Búscate sin miedo.
Como el que decide quedarse.
El que se queda es cultura y hay
que apreciarlo como tal. Dejemos de admirar al que gana tanto para gastarlo en
otro tanto, sin dejar ningún legado ilustrativo.
Admiremos al que sabe vivir con
lo que necesitamos de verdad. Del que podemos heredar sabiduría ancestral.
Así que, punto primero: respeto y
educación.
Sacudámonos de un plumazo (todos:
los de allí y los de acá) esa creencia, en forma de lacra, de que estar en lo rural es dejarse embrutecer.
Lejos de la gran ciudad he
conocido y mantengo como amigos a personas cultas, cultas de verdad. Algunos
han cursado estudios superiores y otros no han tenido o no han querido esa oportunidad. Lo que no les ha quitado sus ganas de saber,
de saber cada día más. Desde casi niños han tenido que aprender y... currar. Me
han enseñado tanto, tanto... tanto o más que catedráticos en la facultad.
Punto segundo: creatividad y
cooperativismo. También en la escuela,
enseñemos los oficios en los que se manejan manos y cabeza. Pero de verdad.
Del campo se puede vivir. Hay
empresas que crear aquí. Que aportarán al resto de la humanidad productos de primerísima necesidad. Un gran honor.
¿Os suena el Sector Primario? Eso
sí lo hemos estudiado todos, ¿verdad?
Es el sector que nos amamanta a
los demás.
El que produce artículos perecederos que no
se pueden almacenar.
El que, la mayoría de las veces, solamente tiene opción de
vender a oligopolios y a los precios que éstos decidan comprar, sin tener en
cuenta su coste inicial.
El primer eslabón.
El único que no puede decidir con
qué margen quiere funcionar.
El sector
que no puede especular ni, difícilmente, puede negociar.
Porque está casi al cien
por cien atomizado y al que ningún sindicato ha podido unificar con efectividad.
Y aún así, de él, se puede vivir.
Como nos lo vienen demostrando agricultores y ganaderos desde no sabemos cuándo.
Pero, sin un nuevo enfoque, esto se nos va.
Sin relevo
generacional.
A no ser que aprendamos algo que,
de tan lógico, ni nos lo enseñan en la escuela.
Deberían enseñar que nos
tenemos que asociar. El que tenga una idea, una tierra que labrar, unos animales que granjear... debe
dimensionar. Unificarse al menos de dos en dos.
Buscar al menos un socio, un familiar, un amigo o un empleado
de plena confianza con quien compartir los beneficios, los trabajos, los días
de baja, los descansos semanales, las vacaciones, las preocupaciones y las
alegrías.
Aceptemos granjas algo más grandes de lo que estamos
acostumbrados a leer en los cuentos de hadas de la ciudad, para que esto pueda
funcionar.
Granjas que puedan mantener el
bienestar animal y medioambiental a la par que el bienestar humano y profesional.
Que pudieran cumplir con las normas que se les deben exigir. Porque son
solventes. Porque tienen un margen comercial para invertir en bienestar. Para ello, el primer paso es pagar por sus
productos lo que valen de verdad.
En la escuela debemos aprender también que cuando se vaya al mercado no vale con comprar lo más barato, para luego
malgastar lo ahorrado en lo superficial. Paguemos por los mejores productos que nuestra condición económica se pueda permitir.
Comprometidos con la calidad, calidad también social.
Consumamos, en lo posible, productos de
cercanía para que se beneficie más el productor que el intermediario. Y se
beneficie también nuestra propia salud.
Esta cercanía se podría retomar,
además de en el supermercado, en los comedores de los mayores (en sus
residencias) y en los comedores de los pequeños (en sus colegios). Una cocina
diaria y de proximidad. Generando empleo cocinero en núcleos de población
pequeños y, ahorrándonos que nuestros niños coman comida precocinada en no se
sabe dónde ni cuándo (que solo llega, y fría, un par de veces por semana) y luego recalentada, quedando
unos fideos viscosos hundidos en un insípido caldo que más parece el agua de
fregar.
Enseñemos a los niños a comer
bien.
Enseñémosles que la ganadería no es la perversidad.
Ni siquiera (nunca
creí que yo, casi extrema amante de los
animales, llegaría a pensar así) la caza,
bien gestionada, lo es.
Los que serán ganaderos y cazadores también van al colegio, donde
toda educación en el respeto debe comenzar. Y reciben
cursos, módulos y ciclos de formación. Aprenden rápido a adaptarse a nuevos
retos. Volvamos a confiar.
Y último punto por hoy:
aceptemos la llegada de personas que nos quieren ayudar. Que, a su vez, buscan por necesidad un nuevo hogar.
Preguntémosles que si quieren
compartir nuestro plan. ¡Organicémoslo de una puñetera una vez!
¿Alguien puede pensar que no querrán
estar mejor aquí, entre nosotros, que muriendo en el mar o hacinadas en
infinitos campos de casas de cartón, pisando barro y sufriendo un frío atroz?
Pues los bares, las panaderías,
las tiendas de ultramarinos, el pastoreo, las piscinas de verano, las escuelas,
los centros de salud, los comedores antes mencionados... de nuestros pueblos se mueren.
Estoy segura de que casi
cualquier persona, de las que intenta ser refugiado en nuestro país, estaría
encantada sonriendo a los que vienen a
jugar la partida a su bar, calentándose al horno del pan nuestro de cada día,
haciendo la ruta de reparto de distintos alimentos, paseando a las ovejas con
sus perros, vendiendo helados a los que se bañan en verano, atendiendo a los
niños de estos pueblos, a nuestros enfermos, cocinando para quien lo necesita...
Viviendo aquí.
Muchas cosas se pueden hacer en
los pueblos muy pequeños. Muchos mayores pagarían con euros, abrazos y besos
ratos de compañía, el que les leyeran un poquito, porque les
ayudasen con la compra, porque les acompañasen a su consulta médica, porque les
ayudasen a cuidar de sus gallinas o a arreglar el huerto.
Tenemos paisajes para vender, mucho
cielo y mucha paz. Las casas rurales cada vez son más son más difíciles de
pillar.
Y, si le seguimos dando vueltas,
entre todos, más conclusiones sacaremos.
Más ganas nos entrarán de
repoblar. Pero ya no intento convencer
más. No sea que... ¡Hala, todos a
la vez para acá! No, no, no. Tampoco habrá tanto lugar.
Tranquilos, que en la gran ciudad
tampoco se está tan mal.